Por la boca muere el pez
Tengo la fea costumbre de hablar de más. Ya mi padre me decía, cuando yo era niño, que contara siempre hasta diez antes de hablar y que por la boca moría el pez, dos consejos que apenas he podido realizar a lo largo de mi vida. Tengo lo que se llama, en términos médico-científicos, “incontinencia verborreica”, una enfermedad no contagiosa que hace que opine de más, compare de más, piense de más, y sobre todo, hable de más cuando nadie me lo pide. Los ejemplos que recuerdo son múltiples, algunos para enmarcar como aquella vez que acompañé a un amigo a comprar hachís para unas vacaciones y nos metimos en uno de los peores barrios de Sabadell en busca del tugurio del camello, un apartamento en una cuarta planta sin ascensor de un edificio con las escaleras tan estrechas que ni siquiera podían pasar dos personas a la vez. Llegamos al párquing del lugar, un espacio sucio, lleno de grafitis, de tipos tirados por la calle, sentados en los escalones de los bares, olor a orines y mir