Una historia de amor para el día de San Valentín

Hoy os voy a contar una historia de amor, una de San Valentín pero un tanto especial, quizá algo más alejada del azúcar glasé con el que espolvorean las historias de amor en la televisión y las películas americanas de lo que os gustaría.

La historia de amor que os voy a contar tiene varios protagonistas, entre ellos, y como no podía ser de otra forma, la pareja central de enamorados. Ella tiene trece años y él, porque es una historia de amor heterosexual, debe rondar entre los catorce y los quince.

La historia se desarrolla en un lugar muy especial de República Dominicana, el Cibao. Para los que no conozcan con detalle la geografía dominicana, el Cibao no corresponde a ningún límite geográfico administrativo al uso, es decir, no es una provincia o algo parecido, sino que es un extenso territorio rural de lo que llaman “en desarrollo”, o lo que vendría a ser lo mismo, todo el interior subdesarrollado del país, por desgracia la mitad de la extensión total del mismo. 

Tenemos pues a nuestros dos protagonistas, Candelina, negra, esbelta, y con una sonrisa que le ilumina la cara, a pesar de no tener apenas motivos para arrancarse con ella, y a Andresito, negro, esbelto, fibroso y devorado por un cocktáil de hormonas que le arrancan suspiros y erecciones de amor cada vez que ve a Candelina camino a la iglesia, a la vuelta del colegio, recogiendo tubérculos en el conuco familiar, o cuidando a los cuatro hermanos menores que carga su madre de distintos padres. 

Candelina y Andresito se conocen desde hace años, todos a juzgar por la juventud de ambos, pues han sido vecinos de batey desde bien niños. Han jugado juntos a esconderse durante años, han corrido, se han bañado, han ido a la escuela, a la iglesia y a trabajar juntos desde que tienen memoria de existir, y ahora, como no podía ser de otra forma, el desarrollo de ambos los ha golpeado con la flecha torcida del amor en la miseria. Sin embargo, y aún a pesar de los muchos impedimentos, Candelina hace por ver a Andresito como sea, cuando va a sacar agua de la bomba, cuando se retrasa con el saco de yuca que carga en la cabeza, o cuando está cavando en el huertecito, incluso cuando regresa de su jornada de escuela, tres horas al día incluyendo un almuerzo social que facilita el gobierno y la hora de recreo, hace por verlo. Y se encuentran en las esquinas de las casas de zinc y caña, entre las alambradas, escondidos tras las toneladas de basura que alienta la miseria. Donde sea ellos dos se ven, se miran, se tocan con deseos furtivos y nuevos, e incluso se besan o se descubren cuando pueden. Todo vale para fumigar el exceso de hormonas que los revientan por dentro.

La madre de Candelina, que ya ha perdido en el tiempo a tres o cuatro hijos porque alcanzaron la edad suficiente para salir al mundo, diez u once años, y se fueron a ganarse la vida por su cuenta, todavía mantiene en su chamizo a cinco más contando con la propia Candelina, de los cuales solo tres de ellos son hijos del hombre con el que comparte su mierda de vida, un negro flaco y fuerte como un látigo que se gana la vida picando caña al precio de tres dólares americanos, poco más de dos euros y medio, por cada tonelada de caña de azúcar que corta a machete, pela y tritura tras largos días de trabajo. Un salario que no da para mucho, más bien no da para nada, ni siquiera para elevarlos a la categoría social de miserables. La madre de Candelina, como el resto del poblado en el que viven, pertenece a una iglesia evangélica regentada por un pastor que dicta las normas morales de la pequeña comunidad al ser el único capaz de leer, o hacer ver que lee, con una cierta fluidez los textos sagrados. El padrastro, el negro duro como las cuerdas de un látigo, también acude a la iglesia algunos domingos obligado por la madre de Candelina, aunque bien preferiría quedarse en casa y tomar destilados caseros hasta ver al mundo desaparecer en brumas etílicas frente a sus ojos.

Candelina, que debería estar cursando último curso de la educación básica, apenas está en quinto grado, demasiado para lo que la vida le depara, y demasiado para lo que cuesta a la familia que vaya a clases. Bueno, en realidad no les cuesta nada, pero mientras está en clase no produce, no ara, no cava, no limpia, y no cuida a sus hermanos. Y quizá por eso, porque con el salario del padrastro no llegan, la madre de Candelina sale a trabajar seis días por semana a una ciudad cercana de la que la mayoría de los días no puede regresar a dormir a la barraca porque no tiene para el pasaje, por lo que Candelina y los cuatro pequeños se hacinan junto al hombre de la casa en la única cama que hay en el tugurio. Ella es quien prepara la comida para todos, algo hervido, algo de arroz, algo de algo, y lo sirve apenas sale el sol para que el hombre se vaya a picar caña con la sensación de haber ingerido algo. Los niños, con fortuna, aprovecharán  el desayuno social del colegio, y si son más listos que otros niños, quizá hasta les caigan dos cartoncitos de leche de la más barata que haya podido comprar el gobierno.

Pero quizá debería volver a la historia de amor, pues no en vano hoy es San Valentín, catorce de febrero de dos mil dieciséis, el día del amor y la amistad.

Retomaremos la historia de amor en el viernes doce, antes de ayer, cuando la joven Candelina, de trece años, esperaba a que su madre volviera de su trabajo y vio, a lo lejos, a Andresito. Se encontraron a la sombra de un techo de zinc y se dieron la mano, se miraron a los ojos y se besaron aprovechando las últimas horas de sol de la tarde. Quizá hubo algo más, no lo sé, por desgracia yo no estaba allí pues quien sí estuvo fue el padrastro de Candelina, que sorprendió a los dos jóvenes en su demostración de amor sin estar casados, como manda el pastor que ha de hacerse, y actúo como cualquier padre que se precie en la comunidad. Agarró a la niña y la tiró con fuerza contra la pared, al joven le atizó un golpe en la cara y lo mandó con su familia, después cogió un palo de madera que encontró por el suelo, una rama quizá a juzgar por las marcas que he visto, y la golpeó hasta dejarla medio inconsciente. La empuñó por el pelo y la llevó arrastrando por el medio del poblado para que todo el mundo supiera que él es un hombre de honor y que nadie tiene el derecho de acercarse a su hijastra. La siguió golpeando hasta que llegó a la cabaña, y allí hubiera acabado con ella si la niña no hubiera aprovechado un descuido para escaparse y esconderse en casa de una vecina.

La vecina, alarmada por el estado de la joven, llamó a un familiar de Candelina y le explicó lo ocurrido. Consiguió la buena señora, la única de toda la comunidad que no pisa la evangélica iglesia, que esa noche no fueran a por ella con la amenaza de llamar a la policía y acusar al maltratador, que se abstuvo de continuar con su actuación de macho alfa y esperó a que llegara la madre de la niña. Ella nos ayudará, pensaron la vecina y la propia Candelina al verla aparecer por el camino polvoriento que da a la barraca de la agnóstica señora. Le abrieron la puerta y la madre, la más cristiana de todo ese batey de mierda, agarró a la niña con la sana intención de rematar lo que no había acabado con éxito su concubino. Como pudieron, entre la vecina y Candelina, la sacaron de la casa y llamaron de nuevo a ese familiar salvador, quien se subió en su coche y se presentó en tres horas en la casa para llevarse a la niña sin que nadie lo supiera.

Hoy, día de San Valentín, nos hemos enterado de que la historia de amor que había deparado el destino de la ignorancia se ha visto truncada cuando nos han llamado para amenazarnos si no devolvíamos a la niña, pues las dos familias, la de Andresito y la de Candelina, ya habían convenido que ambos se casarían de manera inmediata para reponer el daño al honor que ambos habían causado a sus familias. Él, con la ayuda de los suyos, había de comprar un fogón (que ya tenía apalabrado) y construir con desechos cuatro paredes y un techo en el que echar arena, restos de caña y una tela para hacer una cama en la que consumarían un matrimonio feliz que de buen seguro les auguraría muchos hijos a los que colmarían con toda clase de piojos, mierda, hambre, ignorancia y miseria como la que recibieron ellos.

En verdad, y como soy un prosaico carente del más mínimo romanticismo, no me duele haber truncado una historia de amor tan linda, porque Candelina, tras haberle examinado todas las marcas de amor de su padrastro y comprobar que no tiene daños internos importantes ni roturas óseas, duerme plácidamente en una cama con colchón y sábanas limpias por primera vez en toda su vida en la habitación justo al lado de donde escribo el final (espero) de esta bonita historia de amor.

Comentaris

Blanca Miosi ha dit…
Aunque fue una historia de amor truncada estoy satisfecha con el final, Jordi. La miseria propia o ajena también es un acicate para la imaginación, me ha encantado.

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